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Sudáfrica: naturaleza intensa, historia profunda (II)

La emoción invadía a la familia mientras nos preparábamos para partir de Johannesburgo rumbo al Parque Nacional Kruger, escenario que nos retrotrae a clásicos de película y personajes inolvidables, como Clarence, el león de Daktari; Tarzán coqueteando con Jane; y hasta África Mía. Todo nos esperaba en el mítico Kruger.

Luego de dos horas de vuelo llegamos al moderno y pintoresco aeropuerto de Mpumalanga (el lugar donde sale el sol), en Nelspruitl, de donde partimos por carretera entre pinares y plantaciones de eucaliptos y bananos. En el trayecto el paisaje se pone árido hasta llegar a la entrada del Kruger. Junto a los alambrados perimetrales nos topamos con los primeros anfitriones: una manada de impalas nos daba la bienvenida. Entonces sacamos fotos, filmamos y le pedimos al guía que detenga el vehículo. Pero con una negativa, explicó: “Sigo para que puedan hacer el safari de la tarde, ya se van a cansar de ver de estos”.
La recepción en el Busch Lodge, uno de los cuatro establecimientos del Sabi Sabi Private Game Reserve, daba cuenta de lo que nos esperaba. El saludo personalizado de la gerenta, la toalla húmeda con aroma a limón y la comodidad del living para hacer el check-in refleja la calidad del servicio. Pasamos al gran hall que despliega un mirador que se proyecta a la sabana, donde se recuesta una laguna creada para que el huésped observe a un par de metros a los animales que vienen a refrescarse.
“El segundo paraíso”, exclamó mi hijo mientras veía a un elefante pasarse por el “jardín”. El primero, según él, eran los Esteros del Iberá, a donde viajamos hace un par de años.
Tras ocupar la habitación, nos dirigimos a hacer el safari de la tarde. El ranger, Brett y el tracker o rastreador, Doc, que nos acompañarían durante los tres días de estadía, ya tenían listo el Land Rover descapotable para iniciar la travesía. Todo parece muy prolijo y planificado, comenzando por el celular que llevan y que nos brinda seguridad, aunque también una pizca de decepción, dudando si este lugar no será similar a un zoológico abierto.
Partimos por un camino de tierra y luego de varios minutos divisamos al primer animal: una jirafa comiendo las hojas de la copa de un árbol. Continuamos hasta encontrarnos con una pequeña manada de elefantes que seguimos, ya fuera del camino, hasta cortarles el paso. La experiencia ya es otra: ¿Hasta dónde estas bestias soportarán nuestra presencia?
El ánimo ya era otro luego de observar a los “primos de Dumbo”. Y la jornada culminó con un broche de oro: en un mirador especialmente elegido para la ocasión el guía dispuso comida para disfrutar de una “picadita” y una cerveza helada mientras contemplábamos el atardecer africano. Al caer la noche seguimos en la búsqueda de nuevas experiencias.
Cenamos en un patio al sereno con velas y fogatas en una junto al matrimonio holandés con quienes conformamos el grupo y el ranger. La idea es compartir las experiencias del día, hacer consultas y planificar la siguiente jornada. Aquí comenzamos a enterarnos sobre el comportamiento de algunas especies; que hay que rezarle a todos los dioses para poder ver a los “Big Five”; que no todas las cosechas son buenas y hay que disfrutar y valorar los momentos…
5:30 AM. Todavía de noche el ranger nos golpea la puerta. Un café en el hall para tomar fuerzas y partir al safari matutino. La sabana todavía está viva. El silencio se llena con el canto de algunas de las 350 especies los pájaros. El tracker busca huellas y señales que lo orienten. Así pasan los minutos y hasta las horas hasta que llega el premio grande: LEONES, sí con todas las mayúsculas. El Rey de la Selva se hace presente con toda su majestuosidad, la sangre se acelera, las cámaras suenan y Alicia llora. El jeep ya estaba entre los pajonales “jugueteando” con una manada de unas 20 leonas mientras el Rey controla desde lejos. Se echan, caminan, nos rodean, nos miran de tan cerca que bajo la vista. Realmente no puedo sostener esa mirada. El ranger advierte: “No se paren, no saquen los brazos, no hagan gestos…” Me pregunto por qué no tiene el rifle martillado en sus manos. 30 minutos, quizás 40 o la eternidad hasta que la manada sigue su camino y nosotros el nuestro.
En el hotel nos espera un desayuno impensado: champán francés y salmón rosado encabezan los platos de exquisiteces. Hasta el safari de la tarde el tiempo transcurre entre la piscina, la lectura, la siesta y, porqué no, la consulta de los e-mails.
Luego saldríamos en búsqueda de un leopardo, que finalmente encontramos en un cañadón recién al otro día por la mañana. En el ínterin, rinocerontes, elefantes y búfalos nos harían completar los cinco grandes objetivos de los cazadores.
El juego de la naturaleza hizo que no viéramos ninguna de las 170 mil cebras que pastan libremente por el parque y que eran el deseo de mi hija. Pero en su búsqueda, ya de noche, encontramos a un león en ceremonia de celo. En la oscuridad y con el motor apagado sus rugidos parecían hacer temblar el continente.
El viaje realmente había superado las expectativas. Nos felicitamos por haber elegido tres días o, en realidad, nos lamentamos por no habernos quedado más. Porque a medida que pasa el tiempo uno va interpretando las situaciones de manera distinta, reconoce la suerte de haber podido estar ante determinadas escenas y se lamenta de otras. Pero algo es seguro: nunca más podremos pisar un zoológico.
Partimos rumbo a Victoria Fall, en Zambia, pero esta experiencia la compartimos en la próxima.


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