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Sudamérica

Ecuador al Natural

Ecuador conquista a quienes lo visitan no sólo por la intensidad de su naturaleza, sino por el legado ancestral de su cultura y la belleza oscilante de su capital, Quito.

A pocos metros de la costa, cuando ya el paseo en barco llegaba a su fin, comenzó quizás lo mejor de la jornada. Habíamos nadado junto a lobos marinos y descubierto a las extrañas aves de patas azules. Tuvimos la oportunidad de ver a lo lejos algunos tiburones. Y sobre la piedra volcánica, a los cangrejos de un naranja brillante. Más atrás, casi imperceptibles, a las iguanas buscando el último rayo de sol del día. Pero la sorpresa nos atrapó a todos los pasajeros cuando el capitán divisó una pareja de tortugas marinas. Al principio sólo se adivinaban los caparazones. Nos acercamos despacio y en silencio para no interrumpir el proceso natural de apareamiento. Tras unos minutos nos fuimos felices por haber sido testigos de este genuino acto de amor.
Galápagos es así: por donde uno esté se va a topar con algún ser vivo. Nos pasó incluso en Puerto Ayora, capital de la isla Santa Cruz, la más habitada de todas y puerta de entrada al resto del archipiélago. Almorzábamos en un restaurante frente a la playa y de pronto una iguana trepó hasta la vereda y salió caminando con absoluta normalidad por la calle como un peatón más. La gente, indiferente frente a este singular transeúnte.

GALAPAGOS: EL REINO DE LAS TORTUGAS. 
Saliendo del poblado por la ruta principal que conduce hasta la otra punta de la isla, nos internamos en la parte alta, donde los campos se vuelven prolíficos y el verde estalla con toda su fuerza. Debido a los altos niveles de precipitaciones, la zona es utilizada para la explotación agrícola. Podríamos ver vacas pastando, pero hay… ¡tortugas! Algunas están al costado del camino, otras deambulan buscando vegetación más sabrosa y unas pocas eligen descansar en las pozas de agua. Caminan libremente por este territorio colonizado por ellas, por eso los alambrados que dividen las parcelas deben tener una cierta altura para no interrumpir su paso, y por eso también está prohibido tocarlas. No escuchan y no ven, pero sienten la vibración de nuestras pisadas, entonces lanzan una profunda bocanada de aire que suena como un vozarrón, para hacer lugar dentro de su caparazón y esconder su cabeza frente a la amenaza exterior.
Por momentos la postal parece prehistórica: en medio de la vegetación profusa se adivinan cientos de caparazones por aquí y por allá, con los sonidos de la naturaleza a nuestro alrededor… y nada más. Evidentemente hay algo en el ambiente que nos retrotrae a otros tiempos: las propias tortugas pueden alcanzar los 120 años ó 140, quién sabe. La que tenemos enfrente, según comenta Eduardo, el guía, pasa los 90, pues los anillos de su caparazón están desdibujados, gastados por el tiempo. Como las arrugas de los humanos, los quelonios van sumando anillos concéntricos hasta cubrir buena parte de sus espaldas. Entonces los años comienzan a hacer de las suyas y desgastar las líneas forjadas a través de sus vidas. Por eso, cuando una tortuga pasa los 100 es probable que ya no queden rastros de esas marcas del pasado.
La Fundación Charles Darwin, ubicada a pocas cuadras del centro de Puerto Ayora y accesible a pie, constituye un preámbulo didáctico y entretenido para introducirse en el fascinante mundo de las tortugas. Además, se las puede ver desde pequeñas, clasificadas según su especie, algunas de ellas con historias dignas de película. Está, por ejemplo, George, un macho con carácter bravío y algunas mañas de solterón. Último ejemplar de su clase –proveniente de la isla Pinta-, intentaron infructuosamente cruzarlo con otros ejemplares. Hoy convive con dos hembras de la isla Isabela… pero no hubo noticias de posibles hijos. Si bien con los años se descubrió que la especie de la isla Española podía llegar a funcionar mejor con este tipo de tortuga, no lo intentaron. “George ya está grande, ya fue complicada la relación con las dos hembras, así que imagínense si ahora introducen otras tortugas…”, explicó el guía.
Falta poco para emprender el regreso. Insistieron que antes de volver a la vida citadina había que conocer Tortuga Bay, una playa apartada de arenas suaves y mar sosegado. “Además, si les gusta salir a correr por la mañana, es un buen programa”. Desde el centro de Puerto Ayora uno se puede tomar un taxi –US$ 2- hasta el ingreso al área, donde se inicia el sendero de 2,5 km. Poco tiene que ver con nuestra Palermo, epicentro de caminatas y carreras matutinas: aquí el silencio de la naturaleza se vuelve cautivante, en medio de un boque seco de cactus y rocas volcánicas, visitado por pinzones, un ave en el que Darwin enfocó sus estudios para crear la teoría sobre la evolución de las especies.
Al final del camino, como un premio al esfuerzo, aparece el mar con toda su magnificencia y sus olas amenazadoras. Aun falta un trecho más para nuestro destino final, y descubrimos una iguana que yace apática sobre la arena y no se inmuta ante nuestro paso. El sendero se angosta, echamos una mirada al entorno antes de continuar por esa playa solitaria, y de pronto notamos que tenemos compañía: una, dos, tres, cuatro iguanas descansan a nuestro alrededor. No nos amilanamos y seguimos sin más hasta Tortuga Bay. La playa es un remanso de placer, con poca gente, algo de vegetación, la arena bien fina y el mar que parece una laguna. Un desenlace perfecto para este capítulo natural de Ecuador.

CUENTOS DE LA SELVA.
Antes de ingresar en el Oriente ecuatoriano, es decir la región de la Amazonía, Eduardo, nuestro guía, nos advirtió sobre las hormigas conga y sus picaduras, y nos conminó a que en la selva no nos sujetemos de ningún tronco a la hora de caminar porque hay alimañas que pueden causar alergia. Mis cavilaciones sobre el Amazonas resultaron una sucesión de escenas de películas, documentales e imaginería popular, donde no faltaron las pirañas hambrientas intentando capturar su presa, las serpientes venenosas, o los insectos exóticos y de tamaños nunca vistos por los habitantes citadinos. Ya en el terreno, nos calzamos las botas de goma y los pantalones largos, llevamos repelente y un bastón que funcionaría de ayuda en la travesía. Nos internamos en la selva con Daniel, nuestro guía.
De temeraria, la naturaleza pasó a mostrarse como una fuente inagotable de riquezas, una caja de Pandora que reveló algunos de sus innumerables secretos. Por ejemplo, existe un árbol popularizado como la “sangre de Drago”, cuya savia de color roja resulta un medicamento polirubro que combate la gastritis, ayuda a la cicatrización, cura úlceras y hasta el reuma.
Más adelante nos topamos con una telaraña que presenta dimensiones nunca vistas: se trata de una morada comunitaria, ni más ni menos, que también funciona como trampa para insectos. Sucede que las arañas apenas ven, con lo cual se ayudan entre ellas para, de esa manera, cazar y subsistir. Las hormigas, en tanto, eligieron otra casa para pasar sus vidas: dentro de los nudos de los tallos, cerca de las hojas, por lo cual no se las ve a simple vista, a menos que cortemos la planta. La idea de la madre natura en este caso es que se produzca una simbiosis entre planta y hormiga, donde la primera le presta su ser como vivienda y la segunda le deja un ácido protector contra otros predadores. Conexión perfecta.
La caminata por la selva culmina de una manera particular: nos animamos a degustar… hormigas! Son pequeñas pero muchas. Dudo. Tratan de convencerme diciéndome que tienen un gusto alimonado. Venzo a mis propios prejuicios y las pruebo. Volvemos del paseo en balsa para que la experiencia sea ideal, casi de película, pero tan real como conmovedora.
En el hotel donde nos alojamos en esta región -La Casa del Suizo- ofrecen muchas otras excursiones por día. Llegar hasta allí es un paseo en sí mismo. Habrá que tomar desde Punta Ahuano una lancha tipo canoa construida a la usanza tradicional y tras 15 minutos de viaje por el río Napo, afluente del Amazonas, despunta el establecimiento. Por dentro se asemeja a un resort, donde no faltan la piscina, las sombrillas de paja y los turistas. Pero la visual desde mi habitación me hace recordar que estoy en medio de la selva: el río ancho apenas transitado por las canoas y enmarcado por la abundante vegetación. En el silencio de la noche el curso de agua se hace escuchar cuando se escurre por algún rápido formado por las piedras. Con ese entorno estudio el programa de actividades del día siguiente: paseo por la granja de mariposas, lavado de oro con los nativos, recorrido por una reserva de animales o visita a una familia aborigen quechua. Alguna de las opciones quedará afuera, para otro viaje, para una segunda oportunidad…

 

CON USTEDES... QUITO. 
Quito tiene los condimentos de la mayoría de las capitales o ciudades importantes latinoamericanas: un centro histórico con callejuelas angostas, iglesias de imponente porte, edificios añosos con balcones elegantes y floridos, plazas que fueros testigos de grandes acontecimientos del pasado y un presente plagado de turistas ansiosos por fotografiar los íconos más relevantes del destino. Sin embargo, la capital del Ecuador acredita cierto estilo propio que se deja ver, por ejemplo, en la Escuela Quiteña, el movimiento artístico que emergió a partir del entrecruzamiento de los españoles con los indígenas. La iglesia de la Compañía de Jesús es una muestra de ello. Construido entre 1605 a 1765, el templo de formas barrocas alberga retablos de oro, pinturas que cubren muros y esculturas variadas.
La personalidad de Quito también se define por su intrincada geografía. A 2.800 msnm, desafía a quienes estamos acostumbrados a habitar en las llanuras, donde prevalece la temperatura estable que sólo cambia al cabo de tres meses, cuando finaliza la estación en curso. Quito, en tanto, modifica su clima con el paso de las horas: al mediodía el sol calienta el ambiente hasta los 25 grados, pero cuando se retira y las nubes cubren el cielo, la temperatura desciende hasta los 8 grados. Su estilo oscilante también se refleja en las calles que suben y bajan formando cuestas complicadas que constituyen un verdadero reto para los automovilistas. Asimismo, está rodeada por cerros y volcanes, como Pichincha, Antisana y Cayambe.
Pero volvamos a su centro histórico, que fue nombrado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Desde la Plaza de la Independencia se puede hacer un recorrido a pie por los sitios más importantes, como el Palacio de Gobierno, la Catedral, El Sagrario y la iglesia de San Francisco. El ascenso al Panecillo devuelve una visión completa de la ciudad: se trata de una pequeña colina coronada por una virgen donde comprar souvenirse o comer algo al paso. Aunque el mejor sitio para saborear algo rico y acompañarlo con un canelazo –un trago a base de aguardiente, canela y azúcar con algún agregado de frutas- es la calle La Ronda que conserva aires coloniales y espíritu bohemio.

UNA AVENIDA FORJADA POR LA NATURALEZA.
Me produce cierto escozor saber que mi brújula de ahora en más se fijará en la llamada “Avenida de los Volcanes”, un circuito que corre de norte a sur, a lo largo de 325 km., flanqueado por una treintena de volcanes. Pero el guía nos tranquiliza cuando nos relata la anécdota de las turistas españolas que estaban vacacionando en la ciudad de Baños, cuando tuvieron que evacuar porque se venía una erupción. “Si bien las rutas se llenan de autos, hay tiempo suficiente para ir hacia un lugar seguro”, nos dice el guía mientras nos muestra las huellas aun visibles de ese estallido de la Tierra: caminos anegados y una lengua de la montaña totalmente rasa, sin vegetación.
La arteria que esculpió la naturaleza fue venerada por indígenas en el pasado –para ellos los volcanes eran machos y hembras- y contemplada con respeto por turistas de hoy. Hay 10 elevaciones que sobresalen porque tienen más de 5 mil m. Entre ellas está el Cotopaxi, cuyo parque nacional se encuentra a 86 km. de Quito. Entre cipreses y eucaliptos se deja ver este coloso que trepa hasta los 5.897 m. El trayecto se puede hacer en vehículo hasta los 4.600 m., que es donde se encuentra el estacionamiento para luego seguir trepando a pie hasta el refugio. Antes hay un pequeño museo que vale la pena conocer para aprender sobre las especies de la zona (conejos, lobos de páramo, cóndores, zorros, etc.) y la laguna Limpiopungo, a 3.800 m.
El frío acecha, la vegetación se compacta y se vuelve tiesa, el aire escasea y las nubes nos rodean para que no podamos seguir mucho más. El guía nos dice que nos coloquemos un caramelo debajo de la lengua para contrarrestar los efectos de la altura. Mientras lo saboreo disfruto de esta soledad infinita del paisaje.
Siguiente destino: Baños, a 160 km. de Quito. En el ínterin un puñado de pequeños poblados, pero con personalidades definidas. Así, podemos encontrar Salcedo, donde pululan las heladerías y hasta se levanta el monumento al helado; o Ambato, el sitio para probar la colada morada auténtica, una pócima dulce y de color borravino que lleva una veintena de elementos y que se acompaña con pan cocido al horno de barro. En derredor se conforma un anfiteatro de volcanes, como el Chimborazo, de 6.310 m; Carihauirazo, de 5.020 m.; El Altar; o Tungurahua.
Con los años Baños adquirió las características de un destino turístico: tiendas de souvenir, restaurantes, agencias de viajes, propuestas de turismo aventura, hoteles que prometen el paraíso en sus aguas termales y una peatonal muy dinámica que se apaga bien tarde a la noche. Y entre la oferta turística está el recorrido en chiva. No, no es un animal, sino un colectivo muy colorido que hace parte del circuito de las cascadas.
Unas 60 caídas de agua riegan las elevaciones en la zona hasta tornarlas verdes, 14 de ellas pueden visitarse, cruzar de lado a lado una montaña en cablecarril y hacer una caminata por el bosque húmedo tropical. Es el caso del Manto de la Novia, destino final de un recorrido entre plantas frutales, sobre puentes colgantes y amplios espacios verdes.
Otro sitio para conocer es el Pailón del Diablo, con una caída de más de 90 m. que salpica y nos moja a todos. Pero hasta allí habrá que caminar una hora, subir –a mi entender- infinitos escalones, inmiscuirse por pasadizos estrechos entre las rocas, ascender por cuestas… pero el esfuerzo vale la pena, pues al final se deja ver a un par de metros la imponente cascada. Como epílogo y premio a quienes hicimos la travesía, compramos un aperitivo que se vende al costado del camino y es muy popular en Ecuador: una banana cocida a la parrilla rellena con queso fundido.
No se vislumbran buses turísticos, ni grandes resorts ni siquiera mochileros erráticos buscando su destino. La costa ecuatoriana es quizás el área de menor desarrollo turístico. La denominada Ruta del Sol, hoy rebautizada como Spondylus en alusión al molusco bivalvo utilizado como ofrenda para los dioses en la época precolombina, une pequeños poblados que nacieron y crecieron casi sin darse cuenta de la existencia cercana del mar. 
Claro que hay excepciones: Guayaquil es de hecho el principal puerto del país y la ciudad más importante. Pero ese crecimiento generó como contrapartida el efecto nocivo de la inseguridad y el descuido. Hace un par de años, sin embargo, la cosa cambió y hoy la ciudad luce diferente. Así, se levantaron un malecón para pasear de día y de noche, túneles que conectan el norte y el sur de la urbe agilizando el tránsito, un renovado aeropuerto y una terminal de buses.
El otro sitio que sale de la regla es Manta, destino de playa con todo lo que el turista espera encontrar: restaurantes sobre la costa, vendedores ambulantes, hoteles, tiendas de souvenirs, etc. Pero para los que buscan algo más de tranquilidad habrá que seguir viaje hacia el próximo destino. Dicen que las playas de la provincia de Manabí satisfacen el deseo de relax y buenos paisajes.
Tras unas horas constatamos esa máxima del saber popular. Llegamos a Puerto López, a simple vista un poblado más, pero nuestra última parada es, en verdad, el Mantaraya Lodge, un hotel pintoresco y colorido que regala el atributo de la tranquilidad. Construido en una zona elevada, las habitaciones se proyectan en las alturas hacia bosques tupidos y al mar.
A sólo 15 km. se encuentra el Parque Nacional Machalilla, donde se abre un sendero entre vegetación seca y una geografía árida que desemboca en la bella playa Los Frailes. Aunque las aguas en esta zona del Pacífico son algo frescas, el lugar tiene su encanto para pasar una jornada. Si hay más tiempo aquí pero no lo hubo para conocer Galápagos, entonces les cuento un secreto: la isla de la Plata ofrece algunas especies iguales a las que habitan el archipiélago, con el aditamento que entre junio y septiembre es visitado por las ballenas.
No viajamos en esa fecha, pero como dije antes ya prometí que volvería. Hay muchas cosas que quedaron en el tintero en este país tan pequeño pero tan diverso.

TIPS DEL VIAJERO

Cómo llegar: LAN opera vuelos vía Lima. El viaje dura unas 7 horas hasta Quito.
Impuestos: al salir hay que pagar U$S 40,80.
Clima: el clima de una región a otra es sumamente diferente. Mientras que en Quito hay mucha amplitud térmica -hay que llevar abrigo para la noche-, en la costa el calor se hace sentir, al igual que en Galápagos y en la Amazonia. En la zona de los Andes también hace frío por la altitud.
Moneda: dólar.
Alojamiento: en Quito el Mercure Grand Hotel Alameda -está a unos 15 minutos del centro histórico y a 20 del aeropuerto, dependiendo de la hora del día, porque como toda gran ciudad tiene mucho tránsito en horas pico. En isla Galápagos, hotel Lobo de Mar; en la costa el Mantaraya Lodge; en Baños la hostería Monte Selva; y en la Amazonia la Casa del Suizo.
Traslados: si bien el país es pequeño, la geografía es intrincada por lo cual algunas distancias son largas. De Quito a la costa lo ideal es tomar avión. Para la Amazonia, debido a la escasez de vuelo, lo mejor es ir por tierra. El recorrido de la Avenida de los Volcanes también se puede hacer por tierra. Mientras que a Galápagos la única forma de llegar es por avión (por ejemplo con Aerogal). Es importante tener en cuenta que hace cuatro años se mejoraron notablemente todas las carreteras.

 

 

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